Seis semanas y unos ocho mil kilómetros después... (que se dice pronto)

Las sensaciones, al salir de viaje, para mí son siempre las mismas: nervios y estrés los días previos, (proporcionalmente al tiempo que vamos a estar fuera de casa y medible en número de vasos rotos o en gritos por minuto), excitación en el momento de salir y felicidad infinita a la llegada.
Este año nos armamos de valor (y de paciencia), cargamos la fregoneta hasta arriba, programamos el GPS y cogimos carretera y manta en dirección a Cádiz. Tal cual, oigan, con la única ayuda de un iPad de primera generación, la radio de toda la vida y unas cuantas bolsas de patatas fritas.

Primera parada: Aviñón, o Avignon, como dicen los franceses. Lo primero que se hace en Francia, después de registrarnos en el hotel, es buscar una crêperie, aunque nosotros a los crêpes preferimos llamarles frixuelos. Paseo al atardecer por la ciudad, parada técnica para reponer fuerzas, sesión de fotos (si viviera en Aviñón ya tendría una localización favorita) y cena en una terracita para inaugurar las vacaciones. Haciendo amistad con los vecinos de mesa, como viene siendo habitual en nosotros últimamente.

Avignon
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Avignon
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Avignon
Avignon
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Avignon
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Avignon
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Entre la ilusión del principio de las vacaciones (¡los chicos habían terminado el cole el día anterior!) y que Aviñón es precioso, el viaje de ida en coche se nos hizo de lo más llevadero. La vuelta fue otro cantar. Ni Nîmes nos pareció tan bonito, ni íbamos de tan buen humor (o quizás es que lo otro nos llevó a lo uno, no sé si me explico). Apuntamos otro coliseo romano a la lista y algunos monumentos dignos de mencionarse, pero llegamos cuando ya anochecía y apenas saqué la cámara.

Al día siguiente continuamos, con algo menos de fuerzas pero con la misma ilusión, continuamos hacia España. Pero mejor os lo cuento en la próxima entrada. ¡Feliz miércoles!

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